miércoles, 20 de octubre de 2010

La belleza y sus dones (o que bien es quedar para siempre encendida)

Un día que el amanecer se adelantó y me desperté muy temprano, observé como mis brazos  habían mutado en alas, alas brillantes de algodón y azúcar glass que me invitaban a volar por un cielo suave y transparente. En ese cielo, cada porción de aire suponía un abrazo, y el transitar por las nubes, un leve cosquilleo solo comparable al primer beso, que el amante roba furtivo de los labios recién estrenados. Aquel día hablé con las estrellas, que cálidamente me aconsejaron adoptar una risa igual al tintineo de un cascabel, para luego arribar en la morada del sol donde tomé el té del compartir. En aquel tiempo sucedieron infinitos momentos mágicos muy difíciles de contar, y por los que posiblemente me tacharías de loca. Vi a la gente mirarse a los ojos y darse las gracias, también observé que los lagartos  daban consejos basados en sus conocimientos ancestrales, la madre Tierra ofrecía una nueva oportunidad y creía en el amor incondicional de los cuerpos unidos. Aún no he regresado, ese amanecer quiero que esté siempre encendido. ¿Existe una mejor manera de vivir que cercado por el amor y los sueños?


Cerqué, cercaste....
Cerqué, cercaste,
cercamos tu cuerpo, el mío, el tuyo,
como si fueran sólo un solo cuerpo.
Lo cercamos en la noche.

Alzose al alba la voz
del hombre que rezaba.

Tierra ajena y más nuestra, allende, en lo lejano.
Oí la voz.
Bajé sobre tu cuerpo.
Se abrió, almendra.
bajé a lo alto
de ti, subí a lo hondo.

Oí la voz en el nacer
del sol, en el acercamiento
y en la inseparación, en el eje
del día y de la noche,
de ti y de mí.
Quedé, fui tú.
Y tú quedaste
como eres tú, para siempre
encendida.

JOSÉ ÁNGEL VALENTE

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